No quiero que piensen: quiero que sientan. En un lugar de Nueva Zelanda, desconozco exactamente cuál, las luciérnagas parpadean caóticamente durante unos minutos al atardecer. Pero a medida que el paisaje se emboza de sombras, sus luces se acompasan hasta terminar iluminándolo todo intermitentemente. A la vez. Como los rótulos de un teatro de variedades. No hay un líder que las coordine. Ni un referente. Hasta hace bien poco se desconocían por completo las razones que empujaban a seres desprovistos de cerebro a esta tendencia natural a la uniformidad organizativa y a la belleza. Ahora se intuye una: actúan como el corazón.

La neurología moderna ha descubierto que el tejido nervioso del corazón interactúa de manera autónoma del cerebro. No recibe órdenes de él. Tampoco de ningún otro órgano. Ni de ninguna célula privilegiada. Las células musculares del corazón se comunican entre sí por impulsos nerviosos uniformes, como las luciérnagas de Nueva Zelanda, hasta que provocan un movimiento único, potente, vital, que inunda de oxígeno la sangre y la libera de mierda. Por eso las muertes accidentales y periódicas de algunas células cardíacas en la trinchera, no paralizan la máquina. Todas son una, aunque algunas falten. La clave se encuentra en la generación de este impulso eléctrico que las mueve a latir para siempre. Justo lo que falta en los millonésimos intentos de movilización social y política en Andalucía. En unos casos, porque se siguió descaradamente los movimientos de un líder. Y faltando éste, sólo queda parálisis. En otros, porque la acción se dispersa de una manera estúpida, ingrata. No hay peor enfermedad humana que el ego. Ni siquiera el egoísmo. Basta con anteponer a una causa común el yo y de los intereses excluyentes del colectivo al que pertenezca. Así es imposible construir un espacio único porque los impulsos se cortocircuitan por el bolsillo o por la animadversión personal o por el prejuicio o por la gilipollez mesiánica de creer que cada uno es el salvador de la patria. Al final habrá mil microespacios. Mil casas. Y aunque las puertas de cada una estén abiertas de par en par, unos no entrarán a la del vecino. Y otros lo harán para hacerla suya. Y otros saldrán porque éstos entraron. Y mientras, la casa común se morirá de pena. Vacía. Sin alma.

Andalucía es una combinación natural de orden y caos. Un fractal geométricamente imperfecto. Una identidad colectiva, líquida y caleidoscópica, que sólo brilla como las luciérnagas y late como el corazón. Mientras un impulso emocional no vincule el alma de los andaluces, nuestras luces apenas nos iluminarán los zapatos y seguiremos sobreviviendo en permanente infarto. No creo en el líder. Pero tampoco en la pasividad crítica de la muchedumbre. Hace falta acción. Sin duda. Amparada en una ideología acertada y contemporánea como la defensa de la diversidad cultural, ecológica, social y política en una sociedad globalizada, cada vez más compleja, rizomática, que ha mandado a los anticuarios políticos conceptos decimonónicos como el mismísimo nacionalismo o la izquierda. O el partido. Andalucía es cuántica. Diversa y uniforme. Visceral y sumisa. Y nada será capaz de activarla con vigor político sino se tiene en cuenta su manera auténtica de pensar y actuar. La pre-ideología. Esa que dice que para cambiar a los demás tienes que empezar por cambiarte a ti mismo. Esa que dice que el resultado no está en función de los medios sino a la inversa: actúa como si el resultado existiera y no sólo tú creerás que existe, sino que amanecerán de repente los medios para que todos así lo crean.

Actúa. Cambia. Y quizá, sin darnos cuenta, muchos más empiecen a hacer lo mismo.