Pronto volverán los ecos del 15M en forma de conmemoración de un hecho pasado. Como las primaveras de Praga o París. Pero las primaveras son inevitables. Y siempre suceden a los inviernos. Por eso el artículo que escribí entonces se mantiene vigente. 

Por encima de todas sus poliédricas condiciones intelectuales, Giorgio Agamben es un profeta. Una especie de Nostradamus humanista, entrañable, cercano, racional. Hace más de veinte años escribió un evangelio laico y maldito, “La comunidad que viene”, donde predijo que “el hecho nuevo de la política es que ya no será una lucha por la conquista o el control del Estado, sino lucha entre el Estado y el no-Estado (la Humanidad), la disyunción insuperable de las singularidades cualsea y la organización estatal”. Acertó.

Una de estas singularidades cualsea fue/es el movimiento 15M. No acampé con ellos y me siento ellos. De la misma manera que no estuve en Irak durante aquella invasión infame y me sentía iraquí. Ni viajé a Túnez durante la revolución de los jazmines y me siento tunecino. Ni me enfrenté a un tanque en Tienanmen y todavía me siento chino. Porque la arrebatadora belleza de estas utopías posibles consiste en negar la junteidad como señal de pertenencia. De lo contrario, caerían en el mismo mal que critican. No es necesario estar para ser. Y serán todos los que quieran ser. Esa es su (nuestra) identidad. Sin nombres. Sin caras. El anonimato colectivo es un ejercicio coherente de radical democracia y no un parapeto de cobardes. Cada rostro representa a los demás como cada átomo de cielo es cielo. No tienen representantes porque actúan al margen de la democracia representativa. No en contra. Han decidido aplaudir agitando las manos como alas de mariposa para no hacer más ruido que con sus (nuestras) ideas. Han decidido no fumar beber arrojar basura como metáfora real de la limpieza democrática que reclaman legítimamente porque la practican. Ahora bien: si afirman la junteidad (estar para ser), si actúan en contra y no al margen, si ensucian lo que otros limpian y comienzan a aplaudir para hacer ruido, terminarán (terminaremos) cortando las alas de la mariposa.

Temo por ellos (nosotros). Por los males propios y especialmente por los ajenos. Decía Agamben que “allí donde estas singularidades manifiesten pacíficamente su ser común, allí habrá una Tienanmen y, antes o después, llegarán los carros blindados”. Dos se pelean cuando uno quiere. Y el poder económico-político tomó la iniciativa aprovechando los incidentes de Cataluña. Luego en Valencia. Y lo hará en cualquier parte para justificar el monopolio de la violencia como principio legitimador del miedo. La mecánica es siempre la misma: se empieza por la deslegitimación ética. Si ellos presumen de ser lo que hacen, todos serán por contaminación lo que hagan unos pocos. Después los convierten en junteidad: dejan de ser lo que son para ser los que están. Por ejemplo, yo dejaría de ser. Y como yo, millones. Luego los cuantifican en manada para compararlos con los votantes en una democracia representativa. Degradando esta hermosa identidad sin nombres en un nombre sin identidad. Convierten la revolución en revuelta. Y, al final, llaman a los carros blindados.

Pero hoy perderán si sacan los tanques a la calle. Porque no estamos contra nadie sino por todos. Y porque a cañonazos no se matan a millones de mariposas.