A comienzos del siglo XX, la Iglesia Católica organizó un concilio para advertir a la Humanidad de los peligros éticos del cinematógrafo. Primero, demonizó el invento como hace con el condón. Más tarde, decidió prevenir a sus feligreses de aquellas películas contrarias al sexto mandamiento. Y a tal fin ingenió una marca blanca para las permitidas y otra verde para las prohibidas. De ahí proviene la conexión simbólica del verde con el sexo. El verde también es el color del Islam. Y el término acuñado por los políticos para designar el color de los brotes esperanzadores que afloran entre la crisis económica. Sin embargo, mucho me temo que las tres cuestiones van íntimamente unidas. Y en el peor de los sentidos.

Estoy convencido del colapso civilizatorio de la primera globalización. Se han sobrepasado con creces los límites internos y externos del sistema capitalista. No hay recursos materiales ni financieros para expandir este altísimo nivel de vida a más consumidores. Los Estados del BRIC elevan sus índices de crecimiento como la espuma. La espada de Damocles pende sobre Europa: no puede competir con ellos pero tampoco resignarse a la baja. De manera que no queda otra solución que establecer unos criterios para discriminar dentro del Estado del Bienestar a los privilegiados de los excluidos. El primero será el vínculo político con el Estado-Nación. El peso del prejuicio caerá como una losa megalítica sobre los migrantes no “nacionales”. Ya hace tiempo que se endurecieron las leyes de extranjería en los Estados de la UE. Y aún así, las cuentas no salen.

Si dispersamos un puñado de bolas verdes y blancas en una caja de zapatos, el caos resultante no nos produce rechazo visual. En eso consiste el interculturalismo. Sin embargo, si colocamos mayoritariamente las verdes a un lado y las blancas al otro, entenderemos desordenada la disposición mientras las minorías desubicadas no se integren en su margen respectivo. Así opera el perverso mecanismo de los brotes verdes. El segundo criterio excluyente.
Se han vendido más de un millón de ejemplares del libro Alemania se disuelve, del socialdemócrata y ex consejero del Bundesbank, Theo Sarrazin. A pesar del origen islámico de su apellido, el autor defiende que los musulmanes residentes en Alemania no quieren integrarse en la sociedad germana. En un ejercicio inmoral de amnesia histórica, los ha señalado con el dedo por distintos. Ellos rompen la homogeneidad cultural de la sociedad contemporánea. Francia expulsa impunemente a los gitanos: no por ser rumanos, sino por parecer distintos. Suiza rechaza en referéndum los minaretes porque compiten con los campanarios de las Iglesias. Aumentan las cuotas de poder de partidos xenófobos en Holanda, Suecia, Dinamarca, Hungría, Austria… Gracias a que Cataluña convoca elecciones propias, hemos sabido que ya existen partidos racistas y que otros de derecha (e izquierda) utilizaron estos mensajes a modo de experiencia de laboratorio para las generales. Ciertos medios de masas aplauden la idea… La ministra Salgado tenía razón: en España ya se ven brotes verdes.