LAS palabras son cómplices de quienes mienten con ellas. Incluso algunas parecen haber nacido con el único fin de engañar. Como investidura: acción y consecuencia de conferir una dignidad o cargo relevante. A Rajoy lo cubrirán con un sayo simbólico para ser investido Presidente del Gobierno. Sin embargo, in-vestir también podría interpretarse justo al revés: acción y consecuencia de desnudar. Exactamente lo que ocurrirá cuando el nuevo presidente tenga que tomar decisiones y abandonar el discurso vacío de negación que ha mantenido durante los últimos años.

Una vez investido Rajoy tendrá que investir a España. Cubrirla o desnudarla. Para el caso es lo mismo. Porque no hará nada por cambiar la noción histórica de un Estado que nunca fue centralista ni homogéneo. Aún más: quien alimenta esta noción equivocada y falsa de España es quien menos la respeta. UPyD, por ejemplo. La españolidad como nacionalismo es un sayo que cubre el frankenstein que ha sido, es y será España. Para la derecha es opaco. Para la izquierda, transparente. Esa es la coartada arrojadiza que incendia el enfrentamiento de unos contra otros. Un mal que sólo tendrá cura el día que aceptemos la naturaleza plural de los pueblos del Estado. El día que veamos que el frankenstein sigue ahí no importa el sayo que lo cubra.

La fundación mítica de la noción (no nación) de España tuvo lugar con la unión dinástica por matrimonio de los Estados de Castilla y Aragón. Antes no existió España como concepto más allá de la poética Sefarad. No lo fue Hispania y tampoco Al Andalus, porque ninguno de los dos fueron propiamente Estados. En cualquier caso, siempre han convivido distintos regímenes jurídicos para casi todos los pueblos de España. Con un matiz: a mayor españolidad, mayores privilegios territoriales. Con los Austrias, de Carlos (extranjero) a Carlos (hechizado), la península fue un mosaico jurídico compuesto por los fueros del norte y el Derecho de Castilla. El primer Borbón (extranjero) intentó homogeneizar España a la francesa tras vencer en la guerra de sucesión. Pero ante el temor de un conflicto permanente, claudicó reconociendo sus fueros a catalanes, vascos o navarros. José Bonaparte (extranjero) volvió a intentarlo y fue la Constitución de Cádiz quien lo logró efímeramente: Fernando VII puso las cosas en su sitio dando a cada uno lo suyo y no a todos lo mismo. Las dos repúblicas intentaron unificar desde el reconocimiento a la diversidad. Y fracasaron. La españolidad franquista volvió a conceder los privilegios a vascos, navarros o catalanes: devolviéndoles su derecho propio y consolidando su riqueza.

La democracia ha reproducido el modelo: vascos y navarros tienen un cupo fiscal que los confederaliza. Pero en ambos territorios gobierna el PP. Y calla. No lo olviden. Ahora concederá idéntico honor a Cataluña. Madrid ya lo tiene como comunidad de consumo (por eso libera los horarios comerciales). Y la España «centralista» volverá a ser lo que siempre ha sido: un mosaico plural compuesto por territorios con poder y otros con pobreza. Ahora invistan a Andalucía.