¿Te has fijado alguna vez en el escudo de Córdoba? Es el de Castilla y León. Esta ceguera es consecuencia de una amnesia colectiva. Impuesta. Y lo que es peor, consentida. Una de sus múltiples y perversas consecuencias consiste en nuestra carencia de competencias civiles, a diferencia de otros territorios que los conservan por derecho de conquista. Lo que nos convierte en lo que somos: una colonia. 

Todas las noches dormía a sus hijos con un cuento. Las historias siempre transcurrían en el mismo lugar. Y siempre comenzaban de la misma manera: “En un país tan lejano tan lejano tan lejano, al que sólo se podía llegar cerrando los ojos, con la imaginación…” Un verdadero cuento no es más que una mera fabulación de la realidad. Alquimia literaria que convierte lo cierto en falso. Un pretexto infantil para enterrar los pretextos adultos de los que hablaba Félix Grande: “Esa tristeza de hombres y de mujeres que es casi todo cuanto la vida nos permite”. Descanse en paz. Aquel lugar fantástico al que sólo se podía llegar con los ojos cerrados era su propio país. Su propia plaza. Su propia comunidad. Su hogar al que llamaban “casa de los sueños”. Porque no hay nada más inalcanzable que lo más cercano cuando se condena a la pena de invisibilidad. Prueba a colocar tu mano a un metro de tu cara. Ve aproximándotela poco a poco. Y cuando la tengas pegada a uno de los ojos, será cuando ya no la veas. Y la olvides. La cercanía convierte la rutina en el peor amoricida. El beso cotidiano en un decorado de tienda sueca. El abrazo es un vulgar amasijo de carne. Aquel país del cuento es el tuyo. Tan enraizado en ti que dejaste de verlo. Para comenzar a olvidarlo. Y quedarte dormido.

La última noche les contó a sus hijos el origen de la comunidad. Había diferentes pueblos. Cada uno con sus propias normas y lenguas. Uno de ellos, el más al sur, era el país del cuento. Sus casas eran enormes, milenarias, luminosas, abiertas. También tenía sus propias leyes y su propio idioma. Pero se diferenciaba del resto en que rezaban a otros dioses. Y no hay peor extranjero que el hereje. Aunque comparta tu sangre. En una noche oscura del alma, la tierra media decidió dejar de ser frontera del norte para fagocitar el sur. Les impuso sus leyes, su lengua, sus dioses. Muchos resistieron, murieron o fueron desterrados, pero la mayoría de sus habitantes aceptaron el vasallaje con tal de amanecer bajo el mismo sol de sus antepasados. Y aquel país del cuento se convirtió en una colonia. Aprendió el idioma del invasor con los sonidos ancestrales que ya perfumaban su lengua derogada. Adaptó el culto a los nuevos dioses encriptándolos en los rituales de sus dioses milenarios. Pero nada pudo hacer contra el arma más poderosa de dominación humana. No es la espada. Es la ley. Y la perdió para siempre. La tierra media respetó las diferencias del norte con las que compartía dios durante un tiempo. Después intentó imponer sus leyes y su lengua. Perdió la guerra pero ganó la batalla de llamar a la parte por el todo. Hasta hoy.

Nosotros vivimos en la colonia. Y para sentirnos seguros y protegidos por el amo, nos arropamos bajo la bandera del todo que nos prostituye. Desde la cultura que creamos para sobrevivir y olvidar el trauma, hasta la misma tierra que nos despojaron para convertirnos en mendigos. Y lo que es peor: creerlo. Por eso consentimos que nos usen como estercolero nuclear o nos planten bases y escudos militares. Un pueblo que cree hablar mal porque conserva la arqueología del aire en su garganta. Un pueblo al que le amputan la memoria hasta considerar extranjeros a los reyes, escritores, filósofos o científicos que protagonizaron el primer renacimiento de Europa. Un pueblo que se avergüenza de una bandera incluyente que habla de paz y esperanza, libertad y humanidad. Un pueblo que prefiere colgar en el balcón de su casa la bandera que recurre la ley que impediría que te desahuciaran de ella. Ese país del cuento, tan lejano tan lejano tan lejano, al que sólo se puede llegar cerrando los ojos, con la imaginación, es tan tuyo como la vena yugular. Tan tuyo que ha dejado de dolerte porque no lo ves. Hasta olvidarlo. Y quedar dormido.

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