1.- La piel del planeta

Hijo de inmigrantes rusos casado en Argentina con una pintora judía se casa por segunda vez con una princesa africana en Méjico. Música hindú contrabandeada por gitanos polacos se vuelve un éxito en el interior de Bolivia. Cebras africanas y canguros australianos en el zoológico de Londres. Momias egipcias y artefactos incas en el Museo de Nueva York. Linternas japonesas y chicles americanos en los bazares coreanos de San Pablo. Imágenes de un volcán en Filipinas salen en la red de televisión de Mozambique. Armenios naturalizados en Chile buscan a sus familiares en Etiopía. Casas prefabricadas canadienses hechas con madera colombiana. Multinacionales japonesas instalan empresas en Hong-Kong y producen con materia prima brasilera para competir en el mercado americano. Literatura griega adaptada para niños chinos de la Comunidad Europea. Relojes suizos falsificados en Paraguay vendidos por camellos en el barrio mejicano de Los Ángeles. Turista francesa fotografiada semidesnuda con su novio árabe en el barrio de Chueca. Pilas americanas alimentan electrodomésticos ingleses en Nueva Guinea. Gasolina árabe alimenta automóviles americanos en África del Sur. Pizza italiana alimenta italianos en Italia. Niños iraquíes huidos de la guerra no obtienen visa en el consulado americano de Egipto para entrar en Disneylandia.

Este poético retrato de la sociedad contemporánea es una canción de Jorge Drexler. Un ciudadano cosmopolita de Montevideo que vive en España y que ha adaptado al castellano la letra original de los brasileños Arnaldo Antunes y Titâs para cantarla allá donde vaya. Así es la piel del planeta. Multicolor. Caleidoscópica. Y la Humanidad. Pero sólo en apariencia. Es verdad que la globalización nos hace pensar en la Tierra como una patria común y diversa. También lo decía Ibn Saraf Al-Qayrawani hace mil años: Haz de la tierra una casa y de la humanidad un hombre. Así, quien venga será siempre bienvenido. La virtualidad de las redes informáticas y la realidad de los enlaces aéreos han universalizado el conocimiento de muchas diferencias étnicas, religiosas y culturales. Los móviles. La televisión… Quienes tenemos acceso a los privilegios “primermundistas” participamos de este sentimiento. Pero es falso. Porque esta diversidad aparente se asienta sobre la aceptación colectiva de un sustrato común, de unas reglas comunes, de unos comportamientos comunes, de unos dogmas comunes, invisibles o hipócritamente invisibles, predireccionados por los poderes fácticos mundiales para garantizar el consumismo globalizado y la perpetuación del capitalismo ecocida. El hábito hace el monje y cada vez somos más monjes en el planeta con los mismos hábitos. Por fuera. Y, especialmente, por dentro.

Interesa que la Humanidad carezca de personalidad jurídica para conservar las fronteras jurídicas y políticas de los Estados-Nación. Obsoletos. Ilegítimos en su mayoría. E inoperantes por sí solos frente a los grandes conflictos económicos y bélicos planetarios. De otro lado, interesa que la Humanidad sea una especie de fractal de carne y hueso compuesto por seres geométricamente diferentes. O diversamente iguales. El mismo maniquí (hábitos de consumo) vestido con trajes cada vez más parecidos (hábitos para consumir). La primera es condición necesaria; la segunda, suficiente. Y las dos fomentan el aumento exponencial de potenciales consumidores de productos similares en cualquier parte del planeta. Un fabricante de medicamentos, películas o pantalones precisa que las enfermedades, los gustos y las modas se globalicen para incentivar su consumo y aumentar ilimitadamente sus ganancias. Y nada hay más uniforme que el caos porque elimina las equivalencias como concepto.

La red es una insaciable generadora de desorden. De ruido de fondo. De uniformidad, al fin al cabo. El acceso libre y plural a la web difumina las diferencias entre los millones de navegantes planetarios. Es cierto que la mundialización nos permite compartir aquello que nos hace diferentes. Pero a la vez nos obliga a compartir en mayor medida el comportamiento de acceso que nos hace iguales. Como un inagotable agujero negro que fagocita la luz y los colores. La revolución internauta es imparable. La llegada del 03b extenderá la red y sus beneficios por todo el planeta. Pero también sus peligros. Especialmente, el de la uniformidad de hábito. Estaremos interconectados pero no unidos. Tampoco debemos olvidar que la revolución internauta exige como requisito previo que sus usuarios dispongan de un mínimo nivel económico. No dudo que sea una herramienta democratizadora e igualatoria en destino, pero todavía hoy es oligárquica y discriminatoria en origen. Porque no todos los habitantes del planeta tienen ordenador y conexión a internet en casa, aunque los haya muertos de hambre con parabólicas en el tejado de sus chabolas. Yo los he visto. Felices. Con camisetas del Real Madrid o del Barcelona pidiendo limosna. En Asia. África. América. En los arrabales de las ciudades ricas de Europa. Ahí radica la cepa del mal. En los márgenes de la modernidad. En las víctimas del progreso. En los distintos. En los olvidados. Los que están y no se ven. Y los que están aunque se fueron. Aquéllos habitan en los márgenes del espacio. Éstos, en los márgenes del tiempo. De nuestra sensibilidad humanitaria y capacidad política para reconocer a unos y otros dependerá la clase de futuro que se nos venga encima.

2.- Los márgenes de la modernidad

Cada día soy más radicalmente “antiprogreso”. “Antimoderno”, en términos benjaminianos. Decía Hegel que por el bien del progreso y de la modernidad no nos deberían importar las flores pisoteadas durante el camino. A mí sí. Estoy infinitamente más preocupado por esas esas flores que por seguir una senda que nos conduce al abismo de la autodestrucción. Ecológica y cultural. De la Tierra y de la Humanidad. Del espacio y del tiempo. Del cuerpo y del alma del planeta.

La modernidad es una página con los márgenes cada vez más anchos y el cuerpo cada vez más estrecho. Y el ciudadano moderno sabe de la existencia de estos márgenes igual que de los peces abisales o de la muerte de las estrellas: los intuye pero no los ve. Es verdad que está creciendo paulatinamente la conciencia sobre los límites físicos del planeta. También de los humanitarios. En ambos casos, más por caridad que por justicia. Pero siempre que queden lejos de su vista. Los más cercanos no pertenecen hipócritamente al decorado rutinario de nuestras vidas. Ojos que no ven, corazón que no siente. Las elefantiásicas ciudades-estado de América, Asia y África exilian a sus marginados a las afueras de las afueras. No son antisistema. Ni forman parte del mismo. No están. No existen. Y cuando súbitamente aparecen en nuestras calles, en nuestros barrios, en nuestros colegios, son un problema. Spam humano. Putas de polígono. Migrantes de estercolero. Continentes de vísceras y huesos sin derecho a los derechos humanos. No hombres. No mujeres. No niños. No niñas. Carne sin DNI. Hasta los viejos y enfermos son extrañados a residencias alejadas de sus propios familiares. Como a delincuentes.

También la memoria habita en los márgenes de la contemporaneidad. Me refiero a lo vivido. Y olvidado. Delegamos la memoria individual en los discos duros del ordenador o en las agendas del móvil. El bombardeo permanente de noticias y datos empuja al ser humano a olvidar como terapia de supervivencia. Ayer no existe. Y mucho menos mañana. Igual ocurre con la memoria colectiva. Atacada despiadadamente por la globalización en la medida en que constituye la unidad embrionaria de los sujetos políticos. Las ciudades. Las comarcas. Los pueblos. Las naciones. Los Estados. Estos últimos, muchas veces, fundamentados en memorias colectivas inexistentes, amputadas, anuladas o diseñadas artificialmente.

La memoria se alimenta de espacio y de tiempo para formar un nosotros. Al uniformalismo globalizador le repele toda diferencia cultural que pueda cuestionar el consumismo planetario de un mismo producto base. Vale que un determinado refresco pueda venderse en distintos idiomas. Vale que una determinada cadena de comida basura venda algún que otro producto autóctono. Pero sería imposible universalizar el consumo de todos los productos en todos los lugares. Es infinitamente más rentable para el sistema que todas ellos se adhieran a un mínimo y común decálogo de mecanicismo consumista. Y eso se consigue banalizando o destruyendo las memorias colectivas. Acabar con las comunidades de hábito aunque formalmente se mantengan las comunidades de reconocimiento. Como ocurre con los mundiales de fútbol entre cientos de países que juegan detrás de una misma pelota. Primero caerán las memorias colectivas más frágiles. Aquellas que carecen de capacidad resiliente frente al Leviatán globalizador. Las tribus indígenas, por ejemplo. Las reservas de indios en Estados Unidos. Sujetos pasivos de la globalización pero incapaces de globalizar. Después, se extinguirán todas las demás de manera progresiva. Exponencialmente, me temo. Más aprisa que muchas especies vegetales o animales en peligro de extinción. La aldea global nos convertirá en catetos planetarios que visten, comen y hablan casi idéntico. Sirva como ejemplo el zócalo humano de cualquier Asamblea de la ONU. Vestidos igual y hablando el mismo idioma. Así pues, la globalización elimina por pura utilidad capitalista los conceptos espacio y tiempo. Me puedo comunicar con cualquiera. No importa donde esté. Estaremos interconectados. Y está bien que así sea. Pero no a cualquier coste. Un triunfo civilizatorio sin precedentes que esconde en los bolsillos el ataque más feroz contra los metales de la memoria.

Sin embargo, en los márgenes habita siempre la verdad. La nota marginal de divorcio en una inscripción registral de matrimonio demuestra la muerte de la relación jurídica de pareja. Por la misma razón, el margen de los excluidos del bienestar capitalista es infinitamente mayor que los incluidos en el cuerpo de la página. Y lo mismo ocurre con las memorias colectivas amenazadas por el uniformalismo globalizador.

3.- Andalucismo y globalización

Por eso me molesta que se asocien globalización y nacionalismo como términos antitéticos. Es justo lo contrario. Qué daño hacen los estereotipos. Los prejuicios. La mentira. Quienes caen en esa trampa olvidan que viven en Estados-Nación que no suelen cuestionar. Que ni siquiera ven. Como los zapatos que llevan puestos y que no sienten hasta que les hace una ampolla. El fenómeno globalizador no es malo ni bueno en sí mismo, de la misma manera que el portador de un cuchillo puede ser cocinero o asesino. Y lo mismo ocurre con el nacionalismo. La clave consiste en distinguir con claridad de qué conceptos hablamos.

El nacionalismo defiende la memoria colectiva de una comunidad como espacio político intermedio entre el individuo y la Humanidad. Pero no necesariamente exige su conversión en Estado. Por supuesto que los hay: unos para afirmar su diferencia dentro del Estado (nacionalismos excluyentes); otros para afirmar el Estado excluyendo las diferencias (nacionalismos fascistas). El andalucismo, por el contrario, rechaza ambas formulaciones. Su nacionalismo es antiestatalista. Defiende la universalidad de lo que nos hace iguales (derechos humanos, libertad, paz) y la diversidad de lo que nos hace diversos (tierra, cultura, memoria). De ahí que sea una ideología esencialmente alterglobalizadora. La reivindicación del comunitarismo es compatible con el fortalecimiento del individualismo ético republicano y con la ciudadanía universal. Pertenecer a una comunidad internacional no significa que debamos abdicar de las memorias colectivas a las que identitaria y libremente nos adscribimos (sean Estados o no). Pero para decidir con libertad quién quiero ser, aquí y ahora, necesitamos que las memorias colectivas no sólo existan, sino que además estén plenamente reconstruidas. Y esa es la labor del nacionalismo: la reivindicación política de las memorias colectivas en el mundo globalizado.

El nacionalismo incluyente garantiza la presencia de los márgenes que excluye la modernidad. De todos: los ecológicos (por la biodiversidad), los políticos (frente al bipartidismo), los sociales (frente a la exclusión y la discriminación), los culturales (una sola humanidad, múltiples culturas). Combate el proceso uniformalizador del consumismo globalizado evidenciando la diferencia. Por eso es tan necesario y urgente tomar conciencia de la necesidad de combatir el proceso de deforestación ecológica, social, política y cultural que trae consigo la modernidad disfrazada de globalización. La integración holística de todas esas propuestas en una sola ideología creará un nuevo paradigma diversalista. Más allá de los mapas. De las fronteras físicas. Yo soy andalucista porque defiendo este diversalismo desde la “glocalidad”. Desde la defensa de la memoria colectiva andaluza, perfectamente compatible con cualquier otra, que considera la diferencia como riqueza y no como problema. Una ideología que obedece a la misma lógica de los grupos de consumo que localizan la economía adquiriendo productos ecológicos cercanos. Así protegen al planeta. O de quienes recuperan la memoria colectiva para fabricar sus casas con técnicas milenarias que evitan el calor sin necesidad de enchufar el aire acondicionado. También así protegen al planeta. Y la memoria. Las dos a la vez. La relocalización de la economía con estas prácticas, sin embargo, pierde su eficacia cuando el dinero o el poder político se deslocaliza. Nos expolian las cajas de ahorro y lo que ganaste rec0lectando olivos para fabricar aceite ecológico, terminará en las sedes sociales madrileñas o vascas de Unicaja, Cajasol o Cajasur. Nos quitan las competencias del Guadalquivir y será el Estado quien nombre los agentes encargados de determinar “ténicamente” el cuidado de la cuenca. Y nos parece normal. Pero no lo es. Nadie consiente que su vecino decida la cena en tu casa. O que otro pueblo establezca el horario de cierre de un bar en el tuyo. Con la misma naturalidad que aceptamos la estructura municipal para los pueblos, debemos intentar que los poderes políticos y económicos se legitimen sobre otras unidades culturales de mayor tamaño. Andalucía es una de ellas. A la que quieren desterrar a los márgenes de la modernidad. Yo no lo consentiré. Porque también habito en los márgenes. Dónde habita la verdad.