4DiciembreComo escribiera T. S. Eliot en Los hombres huecos, parece que en Andalucía «los ojos no están aquí / aquí no hay ojos». Porque no encontramos otra razón para explicar la ceguera política y social andaluza ante el próximo cambio en el modelo territorial que tendrá lugar tras las elecciones catalanas y generales.

En la primera transición, el pueblo andaluz tuvo la capacidad histórica de verse a sí mismo y exigir que todos le miraran. Tan pronto se supo que País Vasco, Cataluña y Galicia serían reconocidas como nacionalidades históricas, con elecciones propias y estatutos aprobados en referéndum, millones de andaluces se echaron a la calle el 4 de diciembre de 1977 para exigir idéntico trato en la Constitución. Nuestros emigrantes, quizá la consecuencia más doliente de la desigualdad que seguimos padeciendo, expandieron este deseo de justicia social por Cataluña, Madrid o Euskadi, hasta convertir la autonomía andaluza en una cuestión de Estado. Andalucía reivindicaba su «derecho a decidir» por sí misma: quería ser como la que más para alcanzar la igualdad de oportunidades. La movilización sin precedentes forzó la inclusión de una cláusula constitucional, infame en sus exigencias, que sólo Andalucía tuvo la osadía de culminar el 28 de febrero de 1980, convirtiéndose en el único pueblo del Estado que ganó la autonomía plena tras pronunciarse legalmente en referéndum.

La segunda transición ya está aquí y necesitamos ojos para verla y ojos que nos miren. A pesar del intento desesperado de los poderes fácticos por salvar el bipartidismo, la correlación de fuerzas políticas será otra y forzará el cambio de las reglas del juego. La primera línea roja será la defensa del constitucionalismo como garantía de los más débiles. En los últimos años, el Gobierno se ha encargado de disparar con leyes contra nuestros derechos fundamentales hasta degradar la Constitución a una mera declaración de intenciones. De ahí que sea indispensable restaurar y dignificar la barricada del constitucionalismo, que representa, como decía Ferrajoli, «el punto más elevado del progreso moral y civil que la humanidad haya logrado traducir en derecho positivo hasta nuestros días». Y para eso no basta con una simple reforma constitucional que remiende lo viejo con la misma tela y el mismo hilo, sino de un auténtico proceso constituyente capaz de adaptarse a los nuevos tiempos y en el que la Constitución, como explica Zagrebelsky, no sea el puerto de destino sino la pista de despegue. Un mecano jurídico con tres piezas esenciales: «soberanía ciudadana», «Estado de derechos», y «federalismo social».

Hablaremos de la última. En España conviven cinco estados a la vez: el de las diputaciones provinciales; fueros con competencias civiles; diputaciones forales con autonomía fiscal; nacionalidades históricas; y resto de autonomías. Una mezcla de privilegios anacrónicos y vestigios del pasado que genera contradicciones como la circunscripción electoral, o discriminaciones sociales derivadas de normas civiles como las uniones de hecho o la función social de la vivienda. A todos los efectos, creemos que estas combinaciones deben reducirse a las dos de un Estado Federal: el Estado central y sus estados miembros. No hablamos de una reforma constitucional para federalizar las autonomías que ya existen y maquillar el Senado como si mudásemos el vestido a un maniquí. Hablamos de federar el Estado mediante un pacto constituyente, con la creación de un único Parlamento Federal y un Consejo Federal que sustituya al Senado, más los órganos correspondientes a cada uno de los Estados parte. Federar es a federalizar lo que parir a comprarse un muñeco. Tomando como referente el modelo alemán, la Constitución Federal coexistiría con las constituciones de los estados miembros, dentro de un marco de competencias legislativas diferenciadas pero con el objetivo de garantizar la simetría social entre los territorios. Y es posible que la naturaleza plurinacional del Estado español permita la convivencia de estados nominales que carezcan de norma constitucional propia, sólo sometidos a la Constitución Federal, con otros que sí la tengan y se encuentren sujetos a las dos. Andalucía, por derecho propio, sería uno de ellos.

Andalucía reúne las tres cualidades de «estatalidad» que cita Jellineck para un modelo federal: pueblo, territorio y poder público. La existencia del pueblo andaluz es democráticamente incuestionable, porque ha sido el único que de manera diferenciada exigió el derecho a decidir y lo ejerció constitucionalmente para adquirir la autonomía plena. Su Estatuto tiene rango constitucional a efectos federales. Y aquel 4-D de nuestros padres es el equivalente a nuestro 15-M. Un golpe en la mesa que fue capaz de modificar los cimientos del Estado que pretendían diseñar unos pocos de espaldas a la gente. Nos toca abrir los ojos para defender y actualizar ese legado ciudadano y de esta manera evitar, como decía T. S. Eliot, que «así termine el mundo / no con una explosión sino con un sollozo».

Artículo publicado en el Diario de Sevilla