UNA OBRA SINGULAR Y APASIONADA
(Transcripción de la reseña de José Cenizo Jiménez para el número 19 de la revista «La musa y el duende», diciembre 2018)

Antonio Manuel es un profesor, investigador y escritor, activista social, cultural y político, “un intelectual andaluz y profesor comprometido”, en fin, como lo describen en las palabras de la solapa. Arqueología de lo jondo no es su primer libro. Antes nos ofreció La huella morisca (Almuzara, 2007) o la novela El soldado asimétrico (Berenice, 2017), entre otros.
Del que comentamos, verdaderamente tenemos que decir, después de haber leído y reseñado muchos libros de flamenco o sobre flamenco, que estamos ante un libro singular, original, apasionado como pocos. Ya en la presentación del mismo en Sevilla nos sorprendió y cautivó la pasión que puso el autor explicando sus investigaciones plasmadas aquí, aunque sean cosas bien distintas los contenidos y, digamos, la representación, en conferencia o presentación, de los mismos. Por ello, tras la lectura de la obra, nuestra percepción no cambió, sino que se reafirmó.
Antonio Manuel ha escrito Arqueología de lo jondo, fruto de unas conferencias previas, desde la pasión y el conocimiento, intensas las dos facetas. Hay conocimiento, investigación, reflexión en estas páginas, naturalmente, y están escritas, desde luego, con una vehemencia, una expresión poética, una entrega humana que, repito, pocas veces vemos en un libro sobre flamenco, y menos últimamente en que predominan los enfoques estrictamente científicos, algo que, por otra parte, hacía falta. Claro, lo mejor de todo es que aquí estamos ante un profesor, un investigador, un científico al fin y al cabo, también, que decide, sobre las pruebas, los documentos, las teorías, su conocimiento de la historia, dejar el manto de su evocación incluso por momentos de carga lírica, de modo que hay fragmentos que parecen prosa poética: “De nuevo la negritud invisible de Andalucía saliendo de las entrañas de los cantes y bailes más antiguos, como una mariposa del color de la noche a punto de romper la crisálida” (p. 55). Si esto fuera una tesis doctoral y él lo sabe, pues es Doctor en Derecho, habría que corregir este lirismo, pero por suerte no lo es y podemos, en este caso, disfrutar de un libro que se lee como propuesta teórica sobre el origen del cante en relación con la etimología, de los nombres de los cantes y expresiones de los mismo, pero también se lee casi como una apasionante y apasionada historia, una novela sobre lo andaluz y su devenir histórico, social y lingüístico.
Su tesis es que el origen del flamenco lo lleva escrito en su nombre, en los nombres de los palos, en los ayes… Ahí empieza y sigue todo, y no siempre se ha visto o reconocido así. El flamenco, defiende, es hijo del mestizaje, de la convivencia de los gitanos, los moriscos y los negros. Denuncia, no de paso sino porque le duele, el cainismo español, o que hubo conquista más que reconquista, o que la opresión ha estado demasiado presente en Andalucía. Escribe, con pena, en fin, que “la soledad negra es la madre del cante jondo”, en esa línea que recuerda mucho los escritos, en fondo y forma, de Félix Grande. A los pueblos arrasados, les queda la memoria, aquí a través del flamenco. Pocas veces se ha defendido una idea con tanta pasión de alma y lengua.
Por ello, es un libro, como decíamos, distinto, especial, para leerlo sin reparos ni exquisiteces cientifistas sino entregados a la belleza de lo evocado y sugerido, todos esos nombres del mundo del flamenco que, según el autor, podrían relacionarse, muchas veces cambiados fonéticamente, con los orígenes moriscos, andalusíes… Así aparecen etimologías que ya se aceptaban, como las de flamenco, pero otras, como saeta o soleá, que nos asoman a un nuevo horizonte, tal vez en exceso, con un poco de fantasía, como planteando lo que nos gustaría que fuese y no lo que es (algo que habrá que ir debatiendo con más calma), pero en tanto quedémonos con la belleza de este relato, de este libro lleno de tanto dolor y tanta alegría, de tanta pena, de tanta esperanza, como el flamemco mismo.

José Cenizo Jiménez