JAMÁS seré enemigo de nadie. Y a pesar de mi confesado agnosticismo, sólo rezaré para que no lo sean conmigo quienes he considerado amigos. Dios me libre de la enemistad de un amigo porque revela que no lo fue nunca. No sé cómo actuar ni qué decir. No tengo escapatoria. Tampoco sé odiar. Si pido perdón por lo que no hice, el otro cree que equivocadamente le hice daño a sabiendas. Y si callo, toma mi silencio como la confirmación del daño por cobardía. Algunos cortan los lazos que unen corazones con la misma frivolidad que un cargo inaugurando un puente. Cuando eso ocurre, siento compasión. Y espero a que el tiempo le quite la venda que le impide sentirla para sí mismo.

He sido un afortunado en la vida porque casi todo me ha resultado difícil. Pero nunca pensé que entregarme a los demás tuviera un precio tan elevado. No en dinero. No. En desconfianza y recelo. Lo he vivido muchas veces. Nunca demasiadas. La experiencia me ha enseñado a sentir pena de quienes se comportan como serpientes que comen luciérnagas porque su luz les molesta. Yo prefiero ser insecto. Y no entrar en la provocación. No soy un iluso. Tampoco idiota. Sólo aspiro a ser buena persona. Aceptando el inmenso dolor que esa carrera conlleva.

En el camino me he encontrado a muchos que tienen la misma vocación. Ángeles sin alas. Amigos. Uno de ellos es Sebastián de la Obra. Los dos andábamos sin buscarnos, pero sabíamos que andábamos para encontrarnos. Su alma es más frágil que una astilla de aire. Cuando presiente el dolor, se arrolla como los insectos involutos. Y se defiende niño. Por eso lo amamos quienes le conocemos. Y admiramos su honestidad y su coherencia con la única dictadura a la que se somete: la libertad. Algún clásico escribió que la amistad es animal de compañía, no de rebaño. Y por eso hemos discutido más de una vez. Aunque sólo sirviera para volver a abrazarnos y comprobar que seguimos compartiendo la misma alma en cuerpos diferentes. Aprendo tanto de sus silencios como de sus palabras. Y agradezco al destino o a Dios, al culpable de esta vida tan complicadamente hermosa, que se cruzara en mi camino para protegerme.

El aire ya no huele a Marta. Ser sin Ser. No entiendo que le está pasando a esta sociedad que aniquila a los mejores. Cantaba Lole: «De lo que pasa en el mundo, por Dios que no entiendo ná. El cardo siempre gritando y la flor siempre callá. Que grite la flor y que se calle el cardo». Más de dos décadas ha estado la flor callando al cardo. Y ahora sólo se oye la flauta de Alfanhuí que interpretaba silencios entre el ruido de fondo. La primera vez que compartí espacio con ella, lucía una boina. El último día que fui al estudio, la visitó otra mujer que también llevaba una boina. Benditas casualidades. Esa misma noche, Pilar González explicó que la lucía en señal de resistencia. Marta también. Las dos encarnan la metáfora de quienes soportan la vida como juncos. De quienes se levantan cada vez que se las pisa. También ellas me han regalado tiempo. Como tantos familiares y amigos con los que sigo en deuda por resistir a mi lado sin salir volando: ángeles sin alas.