Salamu aleikum.
Mansur Escudero en la Fundación Euroárabe de Granada
A la paz de Dios hermano. Un musulmán saluda y despide a un hermano con la palabra paz en los labios y la mano en el corazón. Así me acerqué al sudario blanco y perfumado que envolvía la cáscara del alma blanca y perfumada de Mansur Escudero. Fue la única vez que no correspondió cordialmente a mi saludo. No se levantó de la mesa donde estaba tumbado. Ni me sonrió como de costumbre. Ni siquiera se descubrió la cara. Había muerto. Era verdad. Y sentí un vacío abisal en el pecho. Y un silencio espeso en mi boca. Y luz. Y paz. El mismo vacío y silencio que provocan las estrellas que mueren. La misma luz y paz que tardan siglos en apagarse.

La luz no es frágil. A mayor oscuridad, se hace más fuerte. Igual que la paz. La guerra está en cualquier parte dónde tú no estés ni yo puede imaginarte. La luz y la paz que irradiaba la estrella de Mansur Escudero seguirán vivas en la red de almas que tejió con la tranquilidad de su voz y su mirada. Una red inmensa. Y libre. Jamás le escuché hablar mal de nadie. Haz un átomo de bien y lo verás; haz un átomo de mal y lo verás. Ay. Me duelen los veneros de la sangre cada vez que me sobreviene su ausencia. Por eso me niego a borrar su nombre de mi lista de contactos en el móvil o en el correo electrónico. Tampoco lo hice con otros amigos que decidieron marcharse de este mundo de materia y apariencia. Quizá para el operador de telefonía suponga una llamada perdida. Para mí no. Y quiero creer que para ellos tampoco.
El certificado médico de defunción expone científicamente que Mansur Escudero murió de un fallo cardiaco. Y se equivoca. Porque a esas alturas del viaje ya no tenía corazón. Se empeñó en donarlo a plazos. Sin resguardos ni facturas. Mansur tenía los ventrículos abiertos de par en par. Siempre. Igual que las puertas de Dar as Salam. Su casa. Nuestra casa. Cada vez que alguien penetraba adentro, el zaguán de su corazón se despellejaba como la piel de una crisálida. Y cuando pesó menos que una pluma, se lo llevó el viento.
Tuve la inmensa fortuna de viajar a su lado por causas justas y lugares nobles. En Chauen sus ojos se teñían del azul del cielo y las paredes para enseñarnos que la Realidad lo inunda todo. En Níger se deshizo en compasión de la misma forma que se evapora el agua. Con él defendí la equiparación jurídica y sentimental de los descendientes de moriscos-andalusíes con sus hermanos sefardíes. Con él desvelé la inmatriculación clandestina de la Mezquita-Catedral a nombre de la Iglesia Católica. Fuimos dos eslabones más en la cadena de concordia que unió la Puerta del Perdón con la Sinagoga para reconvertir el 11 de septiembre en un día de paz. Como su memoria. Como su alma al despedirse. Decía Ibn Arabí que la persona que alcanza ese estado de paz y perfección está por encima del reproche y conoce el camino de regreso a su verdadera naturaleza. Hacía tiempo que Mansur esperaba en ese estado de paz y perfección su marcha. Y se fue sintiéndose y sabiéndose nadie. Nada. Que la paz sea contigo hermano.
Wa aleikum salam.