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¿CUÁL es el sentido de sus horizontes?

¿Acaso están buscando sus corazones?

¿Acaso lavarán los pies del enfermo? 

Somos estatuas. Y ellos también. Y tú. Vemos lo que quieren que veamos. Y no vemos lo que debemos ver. Así nos convierten en masas enfrentadas y ciegas. Amantes por la espalda. Que no se escuchan porque no se quieren oír. Y de tanto no querer, ya no podrían escucharse aunque quisieran. Aunque lo necesitaran. Aunque su salvación dependiera de la palabra del otro. Resbalaría por tus oídos. Desapercibida. Por tus ojos. Invisible. Como un fantasma.

Él no tiene que comer esta noche. Quizá duerma en el suelo. Pero no pide nada. Se limita a ocupar un espacio físico en la puerta del banco. Ella cruza a su lado y lo mira con desdén porque la obliga a esquivarlo para llegar al cajero. Se va. Desconfiando. Algunos ni quieren ni pueden, otros -aunque quieran- no les sirve de nada por no haber obrado. De manera que un simple querer los hace pecadores, lo mismo que un no querer. La justicia se esconderá de ambos (Evangelio de Felipe, 64).

Ella trabaja de cajera en otra sucursal del mismo banco. En la puerta un niño pedía para una causa benéfica. Esta vez sí sacó unas monedas del bolsillo y se las dio por caridad. Entró. No había mendigos en la puerta. Se puso delante de quien podía haber sido ella y le entregó el cheque que contenía el finiquito de quince años de trabajo. La cajera le sonrió. No por caridad sino por inercia. Sin pensar ni sentir que podría ser el reflejo de su futuro. Y lo ingresó. Era el quinto despedido de esa mañana. Este mundo es necrófago: todo lo que en él se come se ama también. La verdad, en cambio, se nutre de la vida misma, por eso ninguno de los que de ella se alimentan morirá (Evangelio de Felipe, 93).

El hijo de la cajera padece una enfermedad extraña. Terminó tarde la jornada por culpa de un capricho de su jefe y lo recogió del comedor del colegio para llevarlo al médico. Al parecer, tiene curación con una terapia compleja y cara. No está cubierta por la sanidad pública. Tampoco el comedor. Hasta hace unos meses era posible. Ahora, no. Ella no lo entiende y se lo comenta a su marido que lo justifica por la crisis global. Eso dicen los telediarios que a su vez repiten lo que quieren que escuchemos. Él tiene miedo pero calla. Trabaja en una empresa de recogida de basuras. Lo han llamado extrañamente a las 10 de la mañana. Su turno termina a las 6. Mariam, hermana, nosotros sabemos que el Salvador te apreciaba más que a las demás mujeres. Te besaba en la boca. (Evangelio de María Magdalena)

En efecto, lo despidieron. Como a un amigo suyo hace meses. Sabe que anda tirado por la calle. Que come de la basura (la conoce bien). Y que duerme en los pocos cajeros que permanecen abiertos. Olvidó su nombre como gesto de higiene mental. Ha decidido encontrarlo. Camina por el centro. Muy cerca de dónde trabaja su esposa. Allí está. Se acerca. Y le entrega el cheque del finiquito. Si tenéis dinero, no lo prestéis con interés, sino dádselo a aquel que no va a devolvéroslo (Evangelio de Tomás, 95)

¿Acaso encontrarán sus horizontes?

¿Acaso encontrarán a sus corazones?

¿Acaso encontrarán a los enfermos?

¿A los pobres?

¿A dónde miran las estatuas? Es el Evangelio apócrifo de Jesús Armesto.