No existe una comunidad humana donde el caos y el orden se mezclen tan armónicamente como en un aula de primaria. La disciplina aún no se ha instalado en los discos duros de los niños y niñas. Afortunadamente. Y tampoco la ingenuidad se ha desmenuzado con la rapidez que contamina a los que se aman a sí mismos más que a la vida. Afortunadamente. Esa mañana, sin embargo, el porcentaje de caos se impuso al orden y descompuso el equilibrio natural del aire como una orquesta desafinada. La profesora no pudo más. Se sentía inútil. Para nada le sirvieron sus años de carrera y experiencia docente. Los alumnos escenificaron una primavera árabe en siete metros cuadrados. Y delante de todos, como una niña, apoyó la cara sobre el atril de sus manos y se echó a llorar. El plano duró apenas unos segundos. El tiempo exacto que dura el pudor impertinente del fracaso en público. Con arresto se puso en pie, dio un golpe sobre la mesa y los mandó callar y escuchar. Esto dijo:

«Una bicicleta se compone de muchas piezas. Como mínimo dos ruedas, porque entonces no sería una bicicleta. Pero también necesita un cuadro para sostenerlas. Y unos pedales que la muevan con vuestros pies. Y una cadena que engarce dos ruedas dentadas. Y un manillar donde colocar vuestras manos para dirigirla. Y un sillín donde sentaros… Si todas las piezas están en su lugar y en buen estado, la bicicleta funciona. Sólo depende de vuestra capacidad para manejarla y de vuestra voluntad de moverla. ¿Comprendéis? Pues bien: esta clase es como una bicicleta. Solo que las piezas no están en su sitio. Muchas están averiadas. Y encima vosotros no queréis subiros en ella. ¿Lo habéis entendido?»

Sinceramente, no. No todos al menos. Al fondo un niño tenía dos canales de lágrimas abiertos de los ojos al pupitre. Levantó la mano y dijo con el timbre de la voz quebrada, entre la vergüenza y la culpa: «¿Soy yo el sillín, verdad?» La seño se emocionó y lo disculpó de inmediato. Supo que el niño había entendido la parábola y compartió su sentimiento de culpabilidad por haberlo acusado quizá en exceso sin darse cuenta. En la antípoda de su mesa, otro niño alzó la mano y dijo: «Si la bicicleta está rota, a ti como seño te corresponde arreglarla». Y de nuevo la profesora se estremeció porque también lo había entendido. Pero la inteligencia emocional del niño resolvió el problema quitándoselo de encima como si fuera polvo.

El primer niño asumió su cuota parte de responsabilidad, como hacen la inmensa minoría de ciudadanos comprometidos con el espacio político que ocupan. El segundo la endosó a la responsable formal de solucionarlo, como hacen la inmensa mayoría de habitantes con los políticos que nos gobiernan. Quizá se equivoquen los dos. Las cuerdas suenan armónicamente cuando no están demasiado tensas ni demasiado relajadas. Pero puesto a equivocarme, prefiero que se rompa la cuerda a fuerza de tensarla a seguir soportando el sonido sordo de nuestra pasividad. A todo esto, han eliminado como asignatura Educación para la Ciudadanía. Como si toda la culpa fuera de la bicicleta y no de quienes la montan.