Me declaro libertario. Alguien que ama la libertad por encima de lo saludable. Sin restricciones para uno mismo. Si el Estado no castiga al suicida fracasado, no entiendo por qué nos abruma con prohibiciones que no traspasan la piel de quien las incumple. La libertad funciona como la epidermis: suda hacia fuera y sangra hacia dentro. Por eso es tan importante que los Estados respeten absolutamente nuestra libertad absoluta. A mayor libertad, más pellejo y más hondo habrá que clavar para que nos brote la sangre.

Hasta ahí la teoría. En la práctica me costó entender que la libertad es un espejismo. Que elijo porque no tengo más opción que elegir. Unos lo llaman destino. Otros con los 99 nombres de dios. Auster, azar. Los políticos, democracia. Y yo, la tiranía de las apariencias. He repetido miles de veces que los hombres se diferencian de las bestias en la capacidad de elegir lo contrario de lo que desean. Pero, ¿y si todo fuera mentira? ¿Y si todos deseáramos esta mierda? En eso consistió la transición española. En hacernos creer que elegíamos libremente. Un truco de escaparatistas profesionales que cambiaron el decorado para seguir vendiendo la misma ropa. Sólo que el género ha envejecido, los mayores no compran lo que ya tienen, y los más jóvenes pasan de ir a una tienda tan anticuada. Es innegable que la transición cambió las estructuras formales del Estado. Pero, ¿a qué precio? Tratando como taras a los que se dejaron la vida para conseguirla: al anarquismo, a la izquierda de la izquierda, y a todos aquellos que proclamaron su libertad de conciencia por encima de la disciplina de los partidos o de sus empresas. La transición no se ha llevado a cabo de pellejo adentro. Y mientras llega, hemos pasado de que los maestros peguen a sus alumnos a que los alumnos peguen a sus maestros.

Carmen Díaz de Rivera fue la jefa de gabinete de Adolfo Suárez. Mujer. Y pieza tan crucial como anónima de la transición formal española. Antes de morir de cáncer, hizo este diagnóstico de nuestra democracia a la periodista Ana Romero, autora de su biografía: “¿Tú te has dado cuenta, Ana, de que en España sigue mandando todavía la misma clase que hizo la transición? Es una clase que se cree con derechos de autor. Esto pasa en todos los campos, en el tuyo también. ¿Cuánto le cuesta a la gente joven ascender? En la política, en los bancos. Aquí siguen las mismas personas. Con canas y con tripas, pero los mismos. En la República las listas no eran bloqueadas. Si nosotros lo hicimos así durante la transición era evidente que era porque no interesaba, porque así todo seguía igual y mandaban los mismos. Ya sé que en otras democracias también se puede llegar a una situación de estancamiento así. Pero es que aquí en España ha sido rapidísimo. ¡En veintitrés años de democracia nos hemos aprendido todos los trucos a la italiana! Nos hace falta como el comer profundizar más en la vida civil. Lo único que se ha avanzado, y mucho, es en el desarrollo económico. El deseo de ganar dinero y de triunfar es generalizado. ¿Y qué? Un pueblo con dinero y sin cultura no es nada”.

Escribí este artículo en 2006. Nada ha cambiado.