«Los ciudadanos informados del siglo XXI, a diferencia de los trabajadores analfabetos de los siglos XIX y XX, ignoran por completo el nombre de sus intelectuales»

A principios del siglo pasado, las cualidades de pensador y líder político estaban tan íntimamente ligadas como el rojo a la sangre. Todos conocían a Bakunin o Marx, a pesar de la epidemia de analfabetismo que asolaba a la mayoría de la población europea. Un solo artículo de Ortega, Delenda est Monarchia, bastó para instaurar la república en las conciencias de los ciudadanos españoles de 1931.

El divorcio de la intelectualidad con el poder político se produjo tras la segunda guerra mundial. Las utopías de uno y otro bando fueron acusadas del genocidio, y condenadas al destierro de los escaños parlamentarios. El poder fáctico impuso el Estado de bienestar como modelo consensuado de capitalismo encubierto: los ricos renunciarían a una parte de su dinero a cambio de que los pobres renunciaran a una parte de sus sueños. Pensar y gobernar fueron declarados verbos políticamente incompatibles, irregulares e intransitivos. Y así nos ha ido…

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